"Le costo no poco tiempo y muchos quejidos arrastrar tras él la pierna herida; y había yo acabado de cargar tranquilamente la pistola cuando aun estaba él a poco más de un tercio de la subida.
Entonces, con una pistola en cada mano, le grité:
- !Un tramo más, mister Hands, y le salto los sesos! Los muertos- añadí, ahogando la risa- no muerden; ya lo sabe usted.
Se paró al instante. Por los movimientos de su cara se veía que trataba de pensar, y que era para él empresa tan lenta y laboriosa, que con el gozo de mi recién adquirida seguridad, solté la carcajada (...)
- Jim- dijo-; me parece que tú y yo estamos en un mal paso, y que tendremos que venir a un trato. Te hubiera atrapado a no ser por el bandazo; pero yo no tengo suerte, no señor; y me parece que tendré que capitular, aunque sea duro, ya ves, para un maestro marinero con un grumete como tú, Jim.
Estaba yo saboreando sus palabras, todo sonriente y tan ufano como un gallo en las bardas de un corral, cuando de pronto echó él la mano hacia atrás por encima del hombro. Una cosa zumbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un dolor agudo, y allí me quedé clavado por un hombro al mastelero. En aquel momento de sorpresa y dolor dislacerante- no podría decir que por mi propia voluntad, y desde luego fué sin propósito deliberado- las dos pistolas se dispararon, y ambas se me cayeron de las manos. No cayeron solas: con un grito ahogado se soltó el timonel de la jarcia, y cayó de cabeza al agua."
(R. L. Stevenson.
La isla el tesoro. Parte V, capitulo XXVI)